Ferran Esteve
Paradójicamente, tuvo que estar a las puertas de la muerte y volver a la vida para que el gran público descubriera a uno de los pianistas más influyentes de los últimos años. Desde que sobreviviera al coma que inspiró su espectáculo My Coma Dreams, Fred Hersch está en estado de gracia: cada nuevo disco, a trío o en solitario, es una obra de orfebrería. Ha dedicado parte de la primavera a dar una serie de conciertos en Europa. Pasó por Ginebra, donde actuó ante una sala con capacidad para 250 personas que lo escuchó con devoción. Horas antes, concedió esta entrevista. Y confirmó que, dentro de unos meses, nos obsequiará con un nuevo disco en solitario.
El proyecto Rooms of Light está en su recta final…
Sí. Empezamos con el proyecto en 2005 pero, por distintos motivos, en aquel momento la cosa no cuajó y lo abandonamos. Hace dos años lo retomamos y se estrenará en octubre.
¿Qué ha cambiado entre el proyecto de 2005 y el actual?
Le hemos dado un enfoque distinto. Cuando nos lo propusieron, ni Mary Jo [Salter, poetisa] ni yo teníamos mucho tiempo. Nos encerramos en una residencia para artistas y en dos semanas habíamos escrito tal vez siete canciones. Llegamos hasta las quince, descartamos seis y estrenamos lo que teníamos, pero el resultado no me convenció y decidí parar. Hace un par de años, propuse a Mary Jo volver sobre el material. Descartamos varias canciones más y escribimos seis. Hoy, tenemos un repertorio de dieciséis temas que hablan de distintos aspectos de la fotografía: daguerrotipos, fotografías icónicas, publicidad, paparazzi, pornografía, fotos hechas con un iPhone, rayos X y mamografías, fotos tomadas desde el espacio exterior, álbumes de bodas, fotos familiares… Habrá cinco cantantes, tres hombres y dos mujeres, que vienen del mundo del teatro musical, así que podrán interpretar a distintos personajes, y un conjunto de ocho músicos, y aunque trabajaremos con escenografía e iluminación, no mostraremos fotos, porque, además de que hay que conseguir los derechos de las imágenes, corres el riesgo de que el espectáculo acabe convirtiéndose en una proyección de diapositivas.
¿Cómo es la música que ha compuesto para Rooms of Light?
Sin parecer arrogante, la mejor manera de describirla es calificarla como “música de Fred Hersch”. No es música clásica, no es jazz, no es música de teatro musical… La música nace de los textos. A diferencia de Leaves of Grass o My Coma Dreams, la música aquí es menos jazzística; no hay nada de improvisación.
Tras Leaves of Grass y My Coma Dreams, Rooms of Light es su tercer proyecto de este tipo. ¿Cómo se organiza para poder combinar la creación de una obra de esta magnitud con el resto de cosas que hace?
Cuando trabajo en este tipo de proyectos, necesito fijarme plazos: tengo que haber escrito tantas canciones para principios de febrero, tantas para principios de abril…Ahora estoy orquestando la última, y espero tenerla lista a finales de mayo. Aunque componer y orquestar son dos tareas que no tienen nada que ver, intento que no se me eche el tiempo encima. Al mismo tiempo, estoy componiendo una obra para un octeto vocal a cappella que es extraordinario y capaz de cantar cualquier cosa, Roomful of teeth, que no tendrá nada que ver con el material de Rooms of Light, y probablemente el siguiente encargo que aborde será una obra para un cuarteto de cuerda, mi primera de este tipo. Todo esto me obliga a organizarme muy bien. Me he dado cuenta de que, aunque soy rápido componiendo una vez tengo las cosas claras y la idea ya está en marcha, necesito entre dos y tres semanas para que un proyecto así empiece a rodar, así que suelo marcharme a una casa que tengo en Pennsylvania o pido una beca para una residencia para artistas en la que cuidan de ti y te puedes dedicar exclusivamente a trabajar porque no hay ninguna distracción.
¿Cómo nacen este tipo de proyectos? ¿Son ideas que se le presentan sobre la marcha, un encargo que alguien le hace?
Hace poco toqué en Viena, y el organizador me preguntó si alguna vez me había planteado escribir un concierto para piano, y debo decir que no sé si sería capaz. En este sentido, la obra para el cuarteto de cuerda me parece algo más factible, porque la gente que se dedica a componer obras orquestales son de otra pasta. Además, mi prioridad para este verano es componer material nuevo para el trío porque, aunque tocamos temas de todos los discos que hemos grabado y de discos anteriores, no he escrito nada nuevo para el trío desde Floating. A propósito del trío, hoy he sabido que dos asociaciones de periodistas nos han nominado, a mí y al trío, como mejor pianista y mejor conjunto, respectivamente, y la noticia me ha llenado de alegría porque siento que la gente está respondiendo de verdad a esta formación, y se ha convertido en algo muy especial para mí.
¿Es el trío del que está más satisfecho?
Todos mis tríos eran fantásticos, pero me atrevería a decir que este me parece perfecto.
¿Y qué hace que sea perfecto?
A los tres nos preocupa mucho el sonido. Eric [McPherson] tiene un estilo precioso y el sonido de John [Hébert] es verdaderamente fantástico. Ambos pueden estar muy pendientes de los detalles y son, al mismo tiempo, muy libres. Entienden que cada tema tiene sus propias características. Hay tríos que aplìcan la misma fórmula a cualquier tema de su repertorio; eso es algo que puede funcionar en uno o dos discos, pero no cuando has grabado 15. En estos seis años que llevamos juntos, además, hemos logrado una química muy especial. Además, son una gente maravillosa, y nos lo pasamos en grande cuando salimos de gira.
Ha dicho que el repertorio de este trío incluye no solo temas de los discos que han grabado, sino también de otros discos suyos anteriores. ¿Cómo se ha adaptado el trío a una música originalmente escrita para otros instrumentistas?
La hemos hecho nuestra.
Y en su caso particular, ¿ha cambiado la manera de entender esas piezas?
Por supuesto. Después del coma, todo en mi vida ha cambiado. Creo que ahora estoy tocando mejor que nunca. En otoño cumpliré 60 años y, en cierto sentido, me resulta curiosa esta sensación de que todo finalmente encaja. No estoy diciendo que antes fuera mal músico, porque con 24 años estaba tocando con Joe Henderson, así que no podía ser tan malo, pero sí tengo la impresión de que, aunque siempre he tenido una personalidad muy fuerte, ahora los críticos y el público se han dado cuenta de quién soy. A Joe Lovano le pasó algo parecido: cumplió 40 años y todo el mundo empezó a hablar de él, pese a que ya tocaba de maravillaba con 25 o 30 años. Pero es cierto que en ocasiones necesitas una masa crítica, y creo que, en mi caso, esa masa crítica existe desde hace unos años en los Estados Unidos, donde me han abierto las puertas de las mejores salas, como en Lincoln Center, el Festival de Jazz de San Francisco… Las cosas en Europa son un poco distintas, porque mis discos no llegan con tanta facilidad. Tal vez un día grabaré para un sello europeo y eso me ayudará. Aun así, en esta gira he tocado en sitios como La Villette, el Konzerthaus de Viena, el Palais des Beaux Arts de Bruselas…
Al hablar de John Hébert, ha mencionado la palabra “sonido”, una palabra que parece tener mucha importancia en su caso, porque aparece muy a menudo en sus entrevistas. En alguna ocasión ha dicho que empezó a interesarse por el sonido cuando era un crío, algo que no parece muy frecuente.
Empecé a tocar con 4 o 5 años. Era una suerte de niño prodigio, y ya desde muy pequeño componía e improvisaba. Cuando tenía 10 años, mi abuela me compró un piano que nunca me gustó porque no me daba el sonido que escuchaba en los discos, el sonido de gente como Rubinstein. Así que dejé de tocar música clásica. Comencé con el jazz con 17 o 18 años, antes de que los estudios de jazz se convirtieran en un negocio, en una industria, pero mi sonido cambió en 1982 o 1983, cuando empecé a estudiar con la misma profesora de piano con la que sigo estudiando y que hoy tiene 94 años. Todas las piezas encajaron cuando vi cómo se enfrentaba al piano, cómo lograba el sonido que sacaba de su instrumento. A partir de ese momento, dejé de ser un pianista muy agresivo y mi manera de tocar fue evolucionando. Creo que siempre he tenido un buen sonido, pero hoy tengo la impresión de que soy uno de los pocos pianistas que utilizan el sonido como una herramienta para construir la música. Para mí, tocar es contar una historia, algo que a veces echo de menos cuando escucho a algunos pianistas, por muy buenos que sean. En mi caso, intento que cada frase sea un paso en este camino narrativo. Y es evidente que algunas noches las cosas salen mejor que otras, pero siempre trato de dar un mínimo
¿Esa agresividad a la que ha aludido tenía que ver con el hecho de ser un músico joven que intentaba abrirse camino?
Sí. Hace poco me ha pasado algo interesante. Existe una máquina que te permite pasar los casetes a CD, y tengo un montón de grabaciones mías en ese soporte, con Joe Henderson, Sam Jones, Jimmy Cobb, Art Farmer, Charlie Haden… Así que me están pasando esos casetes a CD, lo que me ha permitido volver a escucharme, con 25 años, al lado de Joe Henderson, por ejemplo. Reconozco al chico que toca, pero también me he dado cuenta de que, en aquella época, el jazz era fundamentalmente swing, y si no tenías swing, no tenías nada que hacer. Hoy las cosas han cambiado. Yo formé parte de bandas que tenían mucho swing. Tal vez la única excepción fue el tiempo que pasé junto a Art Farmer. Pero de él aprendí mucho: aprendí a estructurar una actuación, a desarrollar un repertorio… Por aquel entonces, también empecé a componer. Cuando eres joven, tienes otra energía, y eso es lo que oigo en los casetes, una energía distinta a la que tienes cuando vas a cumplir 60 años. En mi caso, hoy tengo, además de esa energía, 40 años de experiencia tocando jazz, y todo eso influye.
¿Qué siente cuando escucha esos casetes?
En primer lugar, cuando escuchas las cintas grabadas en el Vanguard, te das cuenta de que la gente hablaba muy alto. ¡Se oyen conversaciones enteras! Hoy, aunque hay gente que se pasa el concierto filmando a los músicos, haciendo fotos o enviando mensajes, el público no habla. La gente que paga una entrada quiere vivir algo único. Por desgracia, la generación más joven ha crecido con la idea del gratis total, e incluso tengo algún estudiante que se queja cuando no encuentra lo que busca en Spotify. Cuando yo era joven, me gastaba hasta el último dólar en discos o en ir a conciertos, y lo hacía porque era la única manera de aprender. Hoy todo está en la nube, así que las actuaciones en vivo se están convirtiendo en algo cada vez más especial: es la ocasión de alejarse de los teléfonos y del correo electrónico y de vivir algo distinto durante una hora o 75 minutos. Y me parece que es algo muy importante y muy necesario: la gente necesita recuperar la capacidad de sentarse y concentrarse en algo sin que la distraigan.
Esa actitud a la que se refería, ¿la observa en sus estudiantes? El gratis total, que no van a conciertos o que no compran discos como hace unos años…
En los buenos estudiantes, no. Tuve como alumno a Ethan [Iverson] cuando tenía 21 años, y ya en aquella época era una persona que estaba enteradísima de todo. Los buenos estudiantes siguen yendo a conciertos, tratan de entender la historia de la música, la historia del piano en el jazz, y como profesor aprendo mucho con ellos… A veces, doy clases magistrales en programas universitarios de jazz y es sorprendente comprobar que apenas han escuchado jazz. Hoy, los guitarristas quieren sonar como Kurt Rosenwinkel, y no saben nada de la historia de la guitarra en el jazz. Y te podría nombrar a unos cuantos pianistas a los que todos los estudiantes quieren parecerse. Los alumnos no entienden que hay que empezar por el principio, que primero tienes que conocer a Earl Hines, a Teddy Wilson, a Ahmad Jamal… Es que esa idea tan extendida en la enseñanza del jazz de que todo el mundo pueden tocar jazz… Incluso los buenos conservatorios han bajado mucho el listón en los exámenes de ingreso. Doy muchas clases magistrales y me encuentro con un montón de alumnos siguen el Real Book o que llevan los cambios escritos en una tableta. Y siempre les digo lo mismo: “Si fuerais estudiantes de piano clásico, tendríais que aprender de memoria las sonatas de Beethoven. ¿Me estáis diciendo que sois incapaces de memorizar treinta y dos compases, ocho de los cuales se repiten en tres ocasiones?”. El problema es que ni les parece necesario, ni poseen la técnica, ni han entendido que el jazz es un idioma que no se puede aprender en YouTube. Tienes que tocar, tienes que vivirlo, tienes que sufrir, tienes que desearlo con tanta fuerza que no podrás pensar en nada más, porque es muy difícil ganarse la vida como artista y es muy difícil dejar huella.
Tal vez, uno de los motivos que lo explique sea el sustantivo que ha utilizado cuando se ha referido a la educación por vez primera: “industria”. Usted pertenece a una de las últimas generaciones que aprendieron sobre los escenarios, tocando con músicos más veteranos. Hoy, sin embargo, se da la paradoja de que hay más lugares donde estudiar y, en cambio, menos donde tocar. Y el hecho de que estos programas no sean baratos hace que, además, uno no pueda decirle a un alumno al que han admitido y que ha pagado esa cantidad de dinero que no sirve, que no tiene el nivel.
La industria vende libros, cursos y títulos universitarios, y tengo la impresión de que buena parte de lo que se enseña se basa en fórmulas: transcribe esto, apréndete este tema en los doce tonos… Dado que yo no aprendí así, tengo tendencia a verme más como psicólogo que como profesor: mis alumnos vienen, tocan, comentamos cosas que creo que les pueden servir, pero todo depende de lo que ellos aporten, porque si no aportan nada, no hay nada que hacer. Y no creo que esa idea tan extendida en estos programas de que uno mejora tocando con otros estudiantes sea tan acertada, porque uno aprende tocando con gente mucho mejor que tú. Y puede que en las escuelas más elitistas esto sea posible, pero en la mayoría de escuelas, no. En Estados Unidos se está dando otro fenómeno que me parece preocupante: puedes tener una licenciatura, un máster y un doctorado en jazz y dar clases de jazz y no haber tocado nunca jazz. Yo tengo un título universitario, sí, pero ni tengo un máster, ni un doctorado, sino casi 40 años de experiencia. Y hay gente que enseña esta música y solo la conoce a través de fórmulas. No son artistas, y creo que solo un artista puede formar a un artista. ¿Cuántos pianistas clásicos acabarán haciendo carrera? En la vida real, la competencia es feroz.
Tal vez en estos programas habría que preparar a los alumnos para una posible decepción, decirles que, con un poco de suerte, tocarán en los grandes clubes una vez al mes como mucho…
¡O dos veces al año! En Nueva York hay cada vez menos locales y más competencia. Cuando llegué a Nueva York, en 1977, la gente bebía, tomaba drogas… Las entradas de los clubes no eran tan caras porque los locales ganaban dinero con las copas. Hoy, sin embargo, tienen que cobrar más porque la gente ya no bebe. También han adelantado los horarios de los pases. Antes, tocabas a las diez de la noche, a las once y media y a la una de la madrugada. Hoy, los conciertos en el Village Vanguard son a las ocho y media y a las diez y media, y en algunos locales empiezan incluso a las siete y media y sirven cenas. La situación económica de los clubes ha cambiado mucho. A todo esto hay que añadir instituciones como el Lincoln Center que ofrecen una experiencia mucho más “estándar”, el concierto empieza a las ocho y acaba a las diez, pero también me atrevería a decir que más aséptica.
Por lo general, uno sabe qué va a ver a estos sitios…
Sí, la programación suele ser más previsible, corren pocos riesgos. A mí me encanta tocar un Steinway magnífico en el Konzerthaus de Viena o en el Carnegie Hall, pero necesito tocar en clubes, porque de lo contrario pierdo el contacto con la realidad. Hace nueve años que, en mayo, toco una serie de conciertos a dúo en el Jazz Standard, y cada año invito a seis personas con las que no he tocado nunca. Este año, por ejemplo, tocaré con Ambrose Akinmusire, Miguel Zenón, Regina Carter, Kenny Barron, Ravi Coltrane y Brad Mehldau. Con el paso del tiempo, me he ido ganando un prestigio que me permite hacer este tipo de cosas, y las hago porque me divierten, pero también porque son algo imprevisible para el público. Intento hacer de todo: tocar, componer, tocar en clubes, en salas grandes, no componer… Hay días en los que no toco el piano, ni escucho música… A veces, necesitas descansar. La gente me suele preguntar cuántas horas estudio al día, y la verdad es que no estudio. Si tengo un concierto y el repertorio es nuevo, le echo un vistazo, y si toco en una sala, intento tocar el piano antes de la actuación para hacerme a él, pero el resto es experiencia.
Sigamos hablando de cambios: pasemos a la industria discográfica. Hoy, la gente puede comprar discos o temas de un disco. ¿Cómo se plantea sus trabajos, sabiendo que puede ser que haya gente que ya no escuche esa obra en su integralidad?
Creo que tenemos que seguir haciendo discos para aquel pequeño porcentaje de personas que se sentarán a escuchar un disco de principio a fin. El orden de los temas o la presentación física del disco son cosas que me tomo muy en serio, en la medida de mis posibilidades. Para ser un artista que hace jazz instrumental, vendo muchos discos en los Estados Unidos, sobre todo en los conciertos, tal vez porque mi público es algo mayor. Aunque entre mi público también hay muchos jóvenes, quien suele comprar discos es la gente mayor. También es posible que el hecho de que tenga un público más amplio se deba a mi trabajo como activista, al hecho de que ser un músico que reconoció hace años su homosexualidad, a que soy alguien que se ha introducido en la conciencia pública de una manera distinta a como lo han hecho el resto de pianistas. Estoy preparando un libro de memorias que debería aparecer a principios de 2017 en Crown Publishing Group, una de las divisiones más prestigiosas de Random House. Se mostraron muy interesados por los distintos aspectos de mi historia: la llegada a Nueva York a finales de los años setenta, mis recuerdos como músico gay que salió del armario, el haber sobrevivido al VIH durante más de treinta años y a un coma. Creen que es una historia que puede llamar la atención sin necesidad de que sepas nada de música. También se está recaudando dinero para acabar un documental sobre mí. Ojalá el libro y el documental aparezcan al mismo tiempo. Para mí, el activismo tiene tanta importancia como la música, y me lo tomo muy en serio. Hoy, además de a la música, me dedico a recaudar fondos, a crear conciencia o a hablar en conferencias médicas o ante grupos de estudiantes homosexuales.
Hace unos años, contaba que, después de saber que contraído el VIH, vivió unos años musicalmente muy fecundos porque se decía que cada nuevo disco podría ser el último.¿Podríamos decir que toda la actividad de estos años después del coma obedece a un planteamiento similar?
No, en absoluto. Pronto cumpliré 60 años y espero vivir todavía muchos años y hacerlo con normalidad. Tengo el virus bajo control, mi estado general de salud es bueno y miro hacia adelante. Es cierto que podría sufrir un infarto y morirme; en ese caso, espero que la cosa sea rápida. Haber sobrevivido a lo que he sobrevivido, a tantos años de mala salud y a un coma, recuperarme y tocar mejor que nunca son cosas que jamás habría imaginado cuando era un chico de 17 años que vivía en Cincinnati, y me parece un sueño haber tocado con la gente que he tocado o en los lugares en los que lo he hecho, haber podido ganarme la vida como artista. En los últimos dos años, he tenido una suerte increíble: el reconocimiento del público, de los críticos. Lo más importante ahora mismo es no trabajar demasiado y tener tiempo para recuperarme, escribir nuevos temas y no quedarme estancado. Hace poco, además, decidí que voy a abandonar una parte de mi actividad docente: dentro de dos semanas, iré por última vez a Boston, al New England Conservatory. Ya tomo suficientes aviones cuando voy a tocar, no necesito el dinero y el nivel de los estudiantes ya no es lo que era.
¿Cuándo empezó a detectar este descenso continuado en el nivel de los estudiantes?
Siempre ha habido estudiantes sobresalientes, pero creo que la cosa ha empezado a ir a peor en los últimos dos años. En Estados Unidos, una universidad privada cuesta 200.000 dólares al año, salvo que obtengas una beca que lo cubra todo, y los buenos estudiantes van en ocasiones a las universidades que los becan, pese a que saben que podrían recibir una formación mejor en otro sitio. En ningún caso tienes ninguna garantía de que tanto estudio dé sus frutos, salvo si luego estudias un máster y haces un doctorado y te dedicas a la docencia. Por ese motivo, la gente está buscando alternativas. Por ejemplo, si sabes que el precio anual de uno de estos programas es de 50.000 dólares, ¿por qué no ahorras 40.000, te vas a Nueva York y dedicas ese dinero a tomar clases particular con tantos músicos como quieras e ir un par de veces por semana a ver conciertos? Puede que vivir la música de esa manera sea una experiencia mucho más positiva que correr detrás del maldito título.
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